sábado, 8 de enero de 2011

Viajero

Dime tú, viajero,
qué guardas en el hatillo
los frutos de tu tierra
y un dulce barquillo.

Tú que escapas de la opresión,
la tristeza y desazón
no permitas que tu risa
deje de usar sus alas.

Dime tú, viajero,
qué dejaste atrás
largo camino recorrido
un trecho más por completar.

Tú que persigues
tus sueños al caminar,
álzate alto y fuerte
nunca dejes de volar.

Dime tú, viajero,
que aprendiste al marchar
profundos surcos en tu frente
y la sabiduría que te dió el andar.

viernes, 7 de enero de 2011

Empezar. De nuevo.

La luz tenue de la habitación apenas me permitía ver un par de pasos más allá. En el suelo, los pedazos de todos mis sueños rotos, un par de libros envejecidos y mis fotografías dobladas. Conforme mis pupilas se iban dilatando empecé a distinguir las formas y a percibir el espacio, aún borroso. Algo había cambiado en esa habitación. Donde antes había luz y color, ahora todo parecía haberse tornado gris, polvoriento. Parecía llevar muchos años deshabitada y apenas se asemejaba a la imagen que guardaba en mi memoria.

Encima de la mesa había un billete de tren, también lleno de polvo, en el que apenas se podían leer las letras impresas -descoloridas por el paso del tiempo. Era un comprobante de compra de billete. El origen, destino y hora de salida eran ininteligibles, la única marca todavía visible decía "Sólo Ida". Por más que busqué sobre la mesa, no encontré el billete de vuelta por ningún sitio.

En los pasillos, el eco de los gritos y las risas resonaba en mi memoria provocándome un dolor inmenso en el pecho, una mezcla de congoja y nostalgia. Las cortinas, que ahora parecían tener un color ocre, seguían colgadas en el mismo lugar, perennes, inmunes al paso del tiempo. Conforme me acercaba al salón, los recuerdos seguían cosiéndome a cuchilladas un corazón que ya no era tan joven. Somos animales curiosos por tener tan valiosa memoria, conforma todo lo que somos, nos dota de identidad, carácter y forja nuestro espíritu; al mismo tiempo que a veces es nuestra peor aliada, traicionándonos con la nitidez de sus espejos. Mostrándonos todo lo que aconteció, y que ya no existe. Como una esplendorosa flor, ya marchita y opaca.

Me pregunté cómo habría sido mi vida si no hubiera tomado ese tren. Si no hubiera escapado, como tantas otras veces. Temoroso y sin destino. Me pregunté por que no fui más valiente, por que buscar otra vida mejor fuera pudiendo haber luchado por los míos aquí. Y decidí no torturarme más.

Los retales de la vida pasada que vivimos juntos, ahora sólo eran pequeños fragmentos desordenados, alojados en algún rincón de mi mente.

La alarma de mi reloj me devolvió súbitamente a la realidad. Eran ya las doce, volví a mirar a mi alrededor. El salón había perdido el lustre y señorío de tiempos pasados, ahora estaba lleno de fantasmas envueltos en sábanas blancas y cajas llenas de enseres. Comprobé la hora, las doce y tres minutos. Tenía que irme, o perdería el tren.

Recorrí el pasillo en unos pocos segundos, que parecieron horas. Cuando cerré la puerta de la que fue nuestra casa tras de mí, el alma se me rompío en mil pedazos. Tendría tiempo de ir recogiéndolos en mi largo camino de vuelta a casa. A casa -pensé- qué paradoja tan absurda. Dos puntos separados por miles de kilómetros, y a tan solo un suspiro de distancia.

Ya en el tren me acurruqué en mi asiento, anhelando un abrazo cálido y reconfortante. Fuera, la lluvía parecía caer como un torrente incesante, acallando el ruido del motor y llevándose consigo toda mi vida pasada. Contemplaba el paisaje cambiante, mientras los pasajeros dormían, con la vista fija en las pequeñas perlas grises que recorrían el cristal dibujando extrañas formas serpenteantes. Volver a empezar -pensé.

De nuevo.

lunes, 3 de enero de 2011

Vino y miel

La botella de vino seguía encima de la mesa, inmóvil, mientras apurábamos los últimos tragos de ron reposado que sabía a miel con limón. A pesar de mi negativa podía notar su interés, me miraba los labios mientras hablaba, humedeciendo los suyos y haciendo caso omiso al contenido de la conversación. Pasadas las uvas, de las que no probé ni una, y una copiosa cena que dejé a medio terminar, el sueño subía hasta mis párpados. El ron hasta mi cabeza. Era hora de irse a la cama.

- Puedes dormir en el sofá -dijo con cortesía y una sonrisa pícara, rápida como una centella.

Ya en la cama, mi petición de una camiseta XL para dormir se vio satisfecha con rapidez. Casi la misma rapidez con la que cayó al suelo cuando ya no teníamos ni una prenda encima. Antes, un beso tibio en la nuca.

Me giré para mirarle de frente, y me robó un beso. Y dos. Y tres. Mientras, acariciaba con suavidad mi espalda, mis brazos, mis piernas. Tras un movimiento rápido, sentí su peso encima de mi. Y cuatro, cinco, seis besos. Suaves al principio, lentos...Su corazón latía cada vez con más fuerza y su jadeo se hacía mas intenso, buscándome. Su piel tersa y el olor fresco de sus labios, a menta suave, me hicieron olvidar mi negativa. Y se convirtió en una afirmación, un maravilloso acuerdo tácito. Me buscaba con los dedos mientras apartaba una pierna a un lado. Y la otra hacia otro.

Ya no podía escapar, ni quería hacerlo. Quería entregarme por completo a ese cuerpo, que me deseaba y me asía con ganas. Siete, ocho, nueve besos. Cuando llegó el décimo me tomó con fuerza, embistiéndo como un animal. Fuera de sí. Y dentro de mí.

El tiempo se dilataba y contraía, conforme su cuerpo fibrado se contorsionaba encima del mío de forma rítmica y suave. Mis muñecas encerradas en sus fuertes manos, inmóviles y atrapadas contra el edredón. Mi respiración acelerada, aumentando progresivamente. Un escalofrío recorría mi espalda en intervalos regulares, su olor y su aliento en todo mi cuerpo. Era consciente de la fuerza de sus manos y de sus brazos, al resultarme imposible moverme al intentar zafarme o escapar del dulce dolor que a veces sentía. La línea entre el placer y el dolor borrosa, desdibujada. Mis extremos perdidos en un mar de piel y sudor, apenas podía respirar con su cuerpo cubriendo el mío por completo. Ante mis quejidos, embestía con más fuerza, sin un ápice de consideración racional. Puro deseo. Dulce era también el sentimiento de fragilidad y pérdida de control. Dulce final.

Como un relámpago, mil hormigas recorrieron mi espina al mismo tiempo que se me nublaba la vista y temblaban mis vértices. Un largo suspiro, compartido entre ambos.

Y su peso muerto sobre mí.

El día que murió la libertad de expresión

Me sorprendí sentado en la misma postura, totalmente quieto, mirando el infinito ensimismado con una profunda melancolía. Minutos antes había escuchado la despedida de Iñaki Gabilondo durante la última emisión de su programa "Hoy", sirviendo como broche final al cierre de uno de los pocos medios de comunicación críticos que quedaban en este país, CNN+. Al terminar el video, que había conseguido encontrar colgado en YouTube, miré el número de visitas: 576. Otros 576 individuos que, como yo, habían acabado viendo esa misma despedida en un arranque casi nostálgico. Se han publicado infinidad de opiniones sobre el cierre de esta cadena, partidarios y detractores de un canal que apostaba por una visión crítica -a veces en demasía- pero sin duda absolutamente necesaria.


Pese a todo esto, curiosamente, la reacción general del público ha sido de tristeza, por ser un medio de comunicación respetado e independiente, y quizá no tanto por el canal en sí mismo. Esa tristeza parece tener una raíz, un denominador común, de algo que se ha ido...y no volverá. Aunque para muchos resulte difícil comprender el origen de dicha melancolía, considero que lo que ha muerto Hoy ha sido la libertad de expresión. Sobre su tumba, Belén Esteban y el pequeño dictador bailando enajenados, azuzando al vulgo con su risa intoxicada. Representa el triunfo de la mediocridad, del absurdo, de lo soez y carente de todo significado. Representa, por tanto, el triunfo de la ignorancia, más pura y embrutecida. El pueblo ha hablado.


Quizá sea ingenuo por mi parte sorprenderme, habiendo perdido ya la fé y la esperanza en una sociedad plagada de miserias, griterío e ignorancia. Pero quedaba un atisbo de esperanza, un reducido sector de intelectuales que valoraban -y compartían- las opiniones críticas de todo lo que está ocurriendo a nuestro alrededor, sin que el pueblo alce una ceja. Quedaba una pequeña luz, un halo de esperanza...que no es ahora sino una vela solitaria en un velatorio vacío. Hace no mucho, Gabilondo dijo -en su tono habitual cargado de provocación y que no es sino una estimulante invitación a la reflexión- que vivimos en una dictadura. Una dictadura vestida con los ropajes de la democracia, que nos ofrece una cierta elasticidad dentro de lo que nos ha sido autorizado.


Lejos de la creencia habitual, de que es una mano negra la que maneja y manipula la opinión pública -eximéndonos de toda culpa-, nada más lejos de la realidad. Vivimos en la dictadura de la ignorancia, de la falta de criterio y opinión. La dictadura de los que prefieren ser entretenidos a ser informados. De los que prefieren ser liderados a ser participantes y ayudar a forjar la realidad aportando sus propias opiniones críticas. Vivimos por lo tanto en un mundo de cerdos, que prefieren ser alimentados con estiércol siempre y cuando se les permita rebozarse después.


Es por esto que, cuando realmente veamos limitados nuestros derechos fundamentales. Cuando la libertad de expresión sea realmente cosa del pasado. Cuando, al despertar después de la larga resaca, nos demos cuenta de que nuestros derechos civiles han sido duramente recortados. Entonces comprenderemos lo que perdimos. Analizaremos cuales fueron los pasos, en qué momento se produjo el cambio, cuando el pasotismo se convirtió en herramienta de los dictadores. Porque, sin duda, llegaran.


Intentaremos encontrar culpas fuera, en otros lugares, en otras personas. Pero será en ese momento cuando solo tendrán que mirarse en el espejo para encontrar a los verdaderos culpables. Los que prefirieron mirar para otro lado. Los que prefirieron seguir en su ignorancia mientras se desdibujaba la realidad que a sus abuelos costó la vida conseguir esbozar. Y, efectivamente señores. La historia se repite.

miércoles, 16 de junio de 2010

Dejar de buscar...

Tras el pase de diapositivas, el tercero para ser exactos, me dí cuenta que tenía que dejar de torturarme. Tenía que dejar de ver las fotografías de graduación de mis antiguos compañeros de facultad, recién sacadas -con cierta nítidez- de las entrañas de algun sensor fotoeléctrico.

Por un lado la excitación y sincera jovialidad compartida con mis colegas, los amigos de la carrera con los que pasé tantos momentos geniales dentro -y más bien fuera- de las aulas. Admirando su perseverancia, su tesón y valorando la satisfacción que habrán encontrado todos ellos en completar un plan que les venía impuesto casi desde niños: con un sincero respiro y brillo en los ojos -posando sonrientes en la Plaza de Anaya de Salamanca.

Esos fueron mis sinceros sentimientos tras el primer pase de diapositivas, que encontré por casualidad en el perfil de mi mejor amiga de la facultad. Seguidos de efusivos mensajes que envié, con mucho cariño y una cierta nostalgia, felicitando a Ana por su gran logro y por sus "santos cojones". Reir de alegría por un amigo es una sensación extraña maravillosa. Le dije que no tenía ninguna duda de que llegaría allí sola y que esperaba que -con el paso de los años- lograra perdonar las promesas incumplidas. La de perdurar con ella en el tránsito, en ese maravilloso proceso que es la Universidad, y estar allí, a su lado -con la banda puesta.

Me dí cuenta después de estos años, precisamente en ese momento, que tendría que haber estado allí a su lado -pero no por la banda. Ni por el papiro. Sino por algo mucho más profundo, de una importancia mucho más trascendente. Por ella. Por ellos. Por algo vínculado a aspectos de cohesión generacional. Relacionado con cómo un individuo conforma su carácter y se adapta a su entorno con ciertos referentes generacionales que -aunque nos imponen los límites potenciales máximos a cada generación y nos "conforman" al resto- nos aportan aspectos esenciales de identificación con nuestros coetáneos y nos facilitan nuestro tránsito a la vida adulta grupal y posterior desarrollo integrados en dicho grupo.

Tuve otra certeza, esta vez una muy seria -una que liberó mi pensamiento y mi alma. Supe con total seguridad que no tenía que disculparme, ni bajar la cabeza, por no estar allí arriba con la banda puesta -sonriendo ante mis compañeros. Ni por la banda, ni por mis compañeros. Comprendí que mi tránsito a la madurez, mis procesos esenciales, se produjeron en otro tiempo (o a destiempo); rodeados de circunstancias bien diferentes de las que podrían ser consideradas normales: desde cómo y cuando los jóvenes son capaces de descubrir el amor, el sexo, la poesía, la seducción, la música, la intelectualidad, cuando se produce la cohesión personal, cuando llegan las expectativas, y -finalmente- cuando se afronta la realidad. Ellos comenzarán a experimentar esto último de aquí a un tiempo.

Tampoco iba a disculparme por tener otras expectativas para mi presente, por necesitar otro trayecto entre A y B. Por no seguir una línea recta, sino esta hermosa curva que es nuestra deriva. Ni por pensar diferente, amar diferente, querer hacer todo y nada, reirme, salir a pasear, recibir los rayos del sol a media mañana. Ni por querer no sentirme un esclavo, y pensar que soy mejor que todo eso. Ni por pensar por mí mismo, y -por lo tanto- ser diferente.

Porque, a lo mejor, no es mi problema.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Retales...

Estoy cansado de buscar los retales que guardaste en el fondo del cajón. Me obliga siempre a meter la mano -justo cuando no estás mirando- y a buscar a tientas el ansiado trofeo, sin tener un ápice de certeza. Una lejana memoria encapsulada en un pequeño trozo de espejo, en el que siempre acabámos mirándonos a los ojos, de frente y corazón en mano. Pero qué más da.

Porque no te cansarás de perderte en los olivares de mis ojos, que necesitan tanto del azul mar del norte. La complicidad de una simbiosis que no puede fallar, como una semilla húmeda, invisible, escondida entre guijarros de tierra mojada. Pero qué más da.

Siempre podrás olvidarte de esos campos, en los que quizá habrías gustado estar, pero que prefieres abandonar y alejar siempre. Siempre buscando tierras más fértiles; sin pensar que cuando el agua inunda el seco siempre emergen las semillas que, sin duda, continuará trayendo el viento mecidas, volando. Siempre.

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